sábado, 12 de abril de 2008

¿Cuanto duele la muerte?

Allí estábamos, como a cada día, en el mismo sitio. Pero esta vez era diferente. No se percibía la misma calma en el aire, ni el ruido de los niños al jugar. El cielo se llenó de nubes al instante, y una intensa neblina nos atravesó. En el pavimento de arriba, todos corrían por los pasillos intentando buscar alguna explicación. El director, que no era director ya, sino un valiente guerrero, blandía su larga espada azul. Su rostro, aparentemente tranquilo, revelaba cierta autoridad. Nos explicó a cada uno lo que teníamos que hacer. Los invasores, negros y sin piedad, habían entrado ya en el pavimento de abajo y se acercaban rápidamente hacia nosotros. Nos cuadruplicaban en numero, quizás por eso, todos sabíamos que íbamos a morir. Salimos al exterior. Vi como una niña me miraba a los ojos, mientras alguien le traspasaba el cuerpo con una larga daga. La expresión de la niña era reveladora. Corrimos, blandiendo todos las pocas armas que pudimos reunir. Y empujamos al adversario hacia las escaleras. Una vez allí, aparecieron los comandantes. Y un grito de guerra. Eramos solo unos seis u ocho, contra más de una centena de lo mismo. Gentes de piel negra, que gritaban y reían. El director, fue el primero en bajar las escaleras, seguido por mi, y los otros compañeros. También fue el primero en caer atravesado. En ese momento, me pregunté a mi misma, si la muerte dolía. ¿Cuanto duele la muerte? Noté como una daga se clavaba en el costado izquierdo, y cómo la sangre empezaba a brotar. A duras penas me defendí, y subí corriendo las escaleras con los pocos compañeros que quedaban ya. Me dirigía hacia la puerta del pavimento de arriba, con la única esperanza de poder encerrarme en él para siempre. A medio camino, divisé a cuatro guardias civiles, que se me quedaron mirando. En ese momento, todo me pareció de lo más surreal, me pregunté si me encontraba perdida en un sueño, o en otra dimensión. Entonces logramos encerrarnos. Pero sabíamos que tarde o temprano íbamos a morir a manos de aquellos bandidos. Me pregunté entonces que era lo que había hecho contra ellos, no obtuve respuesta. Miré a los ojos de mis compañeros, esperando encontrar un rayo azul que me mostrase el camino a seguir, que me diera fuerzas, para enfrentarme a la muerte que corría en mi búsqueda. Entonces, algo extraño sucedió. Las puertas cedieron, y los vándalos entraron en el edificio. Pero, por sorpresa mía, no nos tocaron ni un pelo, en su lugar, nos condujeron hacia una furgoneta blanca, aparcada en el patio de arriba. Solo eramos cuatro. Nos metieron dentro y arrancaron. Yo iba en el asiento delantero. La furgoneta gruñó y se tragó la verja que delimitaba los límites del colegio. Salió de él, a gran velocidad, sin al parecer objetivo alguno. Entonces, nos condujeron hacia la costa. No fue un viaje muy largo. Como a mitad de camino, una de mis compañeras, Ana, pareció transformarse en Belén, amiga que no había vuelto a ver desde el verano. La ambigüedad continuó así. Me tendió un cigarro, el cual yo acepté sin rechistar. Y de repente la furgoneta se paró, justo enfrente de una playa, en mitad de dos calles paralelas, y con una verja detrás nuestra. Y en ese momento me desperté, creyendo que estaba muerta o algo parecido.

Y ahora yo me pregunto de verdad, ¿Duele la muerte?, ¿Cuanto?
Quizás, el motivo del cual le tengamos todos miedo, es en definitiva la ignorancia de no saber cuanto duele. Quizás, si lo supiéramos, tendríamos una concepción diferente de la vida.

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