viernes, 12 de abril de 2013



Rechazo.

Esa palabra que sentencia cualquier oportunidad de acercarnos a alguien. El rechazo que nos cohíbe de profundizar en una relación. Esa imposición que depende de la otra persona y ante la que nos sentimos impotentes. El rechazo que a menudo nos condena al miedo más feroz.

Yo conocí el rechazo a los diez años. Lo recuerdo muy bien. Quizá porque en ese momento supe que algo se acababa, el principio del fin. Recuerdo los cuchicheos de aquellas niñas, las conversaciones que cesaban cuando yo me acercaba. Las idas y venidas al baño fingiendo hacer sus necesidades cuando aprovechaban para hablar sobre mi. Porque yo era diferente.

Recuerdo a mi mejor amiga de entonces rechazándome como hacía el resto. Recuerdo cómo se iba distanciando a lo largo de los días, y las visitas a su casa se fueron reduciendo hasta convertirnos en perfectas extrañas.Y eso me dolió.

Yo era consciente de lo que pasaba. Sabía que no era como las demás, las manos me sudaban a menudo cuando jugaba con ellas, y no encajaba en ningún perfil.

Sentí ese sentimiento de rechazo muy dentro, como ahora lo siento al recordarlo. Ese sentimiento de estar rodeada de gente y a la vez estar sola. Ese sentimiento de abnegación ante los demás que fue marcando mi carácter.

A menudo lloraba, en silencio. Me preguntaba por qué todo eso me pasaba solo a mi. Me preguntaba por qué no podía ser yo como una de esas niñas. Y le rezaba a Dios, cómo mi abuela me enseñó, para que todo cambiara.

Entonces, conocí también el auto-rechazo. Aquel rechazo que sentía hacia mi misma.
El auto-rechazo es peor que el rechazo, porque te auto-rechazas por algo que no puedes cambiar, por ser tu misma, y ese auto-rechazo es el que te hace en verdad infeliz.

He vivido toda mi vida con la palabra rechazo muy presente, y me hubiera gustado no haberla conocido nunca, o al menos no tan pronto.